Era agosto y el frío calaba los huesos en Melo, como cualquier otro invierno. Pero aquel 12 de agosto de 1998, el aire se enrareció de repente, y el tiempo pareció detenerse. La noticia corrió rápido, sin dar tiempo al asombro: Villanueva Saravia, el intendente que había encendido esperanzas y despertado pasiones, había muerto. Solo, en la penumbra de su casa oficial, lejos de la gente que lo admiraba y, también, de la que lo temía.
La voz oficial fue firme y rápida: se había quitado la vida. Una bala, un gesto, un final decidido. Pero las certezas a veces son máscaras. Y en el silencio que siguió, surgieron ecos de dudas y susurros cargados de verdad escondida.
Un abogado que fue más que eso (Mario Burgos) alzó la voz con la fuerza de quien no se resigna: aquello no fue un adiós elegido, sino una despedida impuesta. Que detrás de ese disparo había un plan frío y calculado, un comando que quiso borrar la huella de un hombre incómodo.
Los pueblos recuerdan. Recuerdan las luces que entraban y salían en la madrugada, las contradicciones en las palabras de quienes debían guardar secretos, la mano que no encajaba con el arma que calló para siempre a «Villita».
Esa misma noche y en una fiesta, Villanueva habló de futuro, no de final. Porque los hombres como él no se rinden sin pelear.
Y aquí estamos hoy, veintisiete años después
En la memoria de quienes le amaron y de quienes lo respetaron como adversario político, sigue presente ese nombre que se niega a quedar en el pasado. Villanueva Saravia no es solo un recuerdo, sino una pregunta que el viento repite y que el tiempo no ha logrado silenciar.
Porque algunas muertes son tan ruidosas como los vivos, y algunas ausencias pesan más que los cuerpos.
Hoy, más que nunca, la historia nos reclama no solo respuestas, sino justicia para quien fue, es y será símbolo de la lucha que no se rinde.